lunes, 23 de abril de 2012

Pub Lost‏

Bosco salió de la habitación y bajó las escaleras de la casa donde vivía alquilado y puso dirección al bar de siempre a tomarse su café con coñac, un antojo del que disfrutaba desde hacía ya varios años. Sevillano de casta, hijo y nieto de sevillanos, Bosco Artacho se había criado con su abuelo en las afueras de Sevilla. Desde muy pequeño, la afición de su abuelo por la lectura le había marcado la vida, haciéndole soñar con una vida de escritor de renombre. Nada más lejos de la realidad.

Su pasión por la escritura le había hecho salir de las calles y descubrir lo que le rodeaba, alejándolo del paso de las cárceles, hogar de sus viejos y olvidados amigos. Pero la calle no olvida. Te marca. Y ese mundo, esa violencia que había vivido en sus propias manos, retrató un carácter asociable y desganado en Bosco. Un carácter duro, acentuado por litros de alcohol, intensas nubes de humo y bares grises que hicieron que fuera un genio como escritor, un escritor enterrado en su miseria, un escritor maldito.

Bosco era un habitual de la noche sevillana, de los sórdidos y oscuros rincones donde escritores como él, sin más riquezas que sus letras, acudían a diario a beber y a cagarse en su “perra” vida. También a escribir.
La noche de un frío martes de febrero, Bosco se encontraba como tantas otras noches en su rincón preferido del Pub lost. 

Aquel era su local preferido. El dueño era una persona seria y difícil de tratar además de un perro viejo. Sabía atender bien a los habituales clientes como Bosco. Siempre que Bosco iba allí por las noches, tenía la última mesa del fondo reservada, lejos de miradas indiscretas. Se podía permitir la licencia de fumar cuando se le antojase algún cigarro sin que nadie le increpara incluso si se le antojaba algún que otro de hachís. El ritual siempre era el mismo. Se sentaba en la mesa de madera un poco agrietada, abría su ordenador portátil y pedía una copa de ginebra o una botella de ron (Según de cómo hubiese ido el día). Luego, bebía mientras escribía. Y el tiempo se convertía en algo efímero, en algo secundario.

Ese día había sido duro y tocaba beber ron, un ron reposado. Marca Orbucan, aunque alguna vez le daba por beber alguno de Angostura (le recordaba a un amigo y los sabores a veces le hacían viajar temporalmente a tiempos más felices). De fondo, una ranchera que siempre pedía al tabernero cuanto tocaba beber ron, El corrido del caballo blanco, de Alfredo Gutiérrez.

Degustando ya el tercer trago de aquel licor, entró por la puerta ella. El pelo castaño, oscuro bastante más oscuro que las hojas pardas que caen de los arboles en otoño, lacio, llegándole un poco más abajo de los hombros. Los ojos negros, pero a la vez rojos de haber llorado, pero duros como su alma. Edad desconocida y difícil de determinar, ya que su belleza le hacía parecer más joven de lo que realmente era. De todas formas, a nadie le importaba. Tenía la mirada perdida y buscaba la barra de aquel antro como único objetivo de esa noche, sin más finalidad, la gente no iba a esos locales en noches apagadas a hablar de ilusiones.

Sin embargo, durante unos segundos, la mirada de aquella mujer se cruzó con la de Bosco. En lugar de alcanzar la barra donde la esperaba el tabernero analizando su cuerpo, giró a la izquierda y se dirigió al fondo del local, al rincón donde se encontraba la última mesa donde se encontraba aquel hombre que la había mirado de una forma diferente a como estaba acostumbrada que la mirase el resto de hombres. 

Ella se acerco y se sentó en la mesa sin ni siquiera preguntarle. Bosco dirigió una mirada inquisitiva al camarero que se encontraba en la barra, el cual lo miraba sorprendido, y al poco tiempo se encontraba llenando dos vasos de ron, uno para él y otro para su extraña acompañante.

– ¿Fumas? –preguntó Bosco sacando un paquete de tabaco arrugado del bolsillo de su cazadora.

– ¿No me vas a preguntar ni cómo me llamo? –le respondió la extraña acompañante mientras sacaba un cigarro del paquete que le ofrecía Bosco.
– No me hace falta saberlo.

– Elena –respondió ella encendiéndose el cigarro con un Zippo viejo pero muy bien cuidado, que había encima de la mesa.

El resto fue rodado. Todo fluyó como el agua que baja por un arroyo serpenteante. Pasaron toda esa noche bebiendo, arreglando el mundo y poniendo en orden sus pensamientos y almas. Eran confidentes de los de una noche de esas con los que uno puede desahogarse completamente porque quizás después del último trago ambos no vuelvan a verse jamás y no se arrepentirán de ninguna palabra que se hayan dicho el uno al otro.

Y Bosco escribió. Escribió sus propias miserias, escribió la vida de ella a medida que esta se la relataba.
Detalló entre tragos de ron cómo, años atrás, ella estuvo enamorada de un poeta y cómo había conseguido escapar de él y de la espiral de drogas y alcohol en la que se encontraba sumida.
Las horas se sucedieron y aquella noche las almas de aquél oscuro escritor y aquella sincera mujer se fundieron en una. Letras, alcohol y belleza derramada en la pena se fueron sucediendo. Ella hablaba, hablaba como nunca lo había hecho y Bosco la escuchó. Supo escucharla. Supo entenderla

1 comentario:

  1. Una historia muy prfunda ,sí señor.
    Me ha sorprendido porque si te soy sincera al empezar la lectura creía que tendría otro final,pero sin duda el que tu has escogido es el adecuado.
    La verdad es que a pesar de que odies a cierta persona, eres digno de mi admiración.
    Mi mas sincera enhorabuena,si me lo permites te diré que cuentas con mi apoyo para que sigas en el mundo de la lectura y escritura durante mucho tiempo,porqe realmente vales la pena como escritor.
    Aunque no compartamos cierta aficción,(la cual tu hoy conociste),el algo si estamos de acuerdo;y es en la necesidad de abrir nuestra mente a este maravilloso mundo:la escritura.
    Tal y como te prometí hoy aquí tienes un comentario,y mis felicitaciones,por supuesto.
    Un saludo.

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